La pasada semana, los alumnos de Cultura Clásica de 4º E.S.O realizaron un ejercicio de lectura comprensiva sobre un pasaje del libro II de Historia de la Guerra del Peloponeso, obra del historiador ateniense Tucídides, concretamente aquel en el que el autor describe la terrible peste que se produjo en Atenas en el año 430 a. C.
Ponemos aquí una traducción de Diego Gracián de Alderete [1494-1584] accesible a través de InterClassica.
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Historia de la Guerra del Peloponeso, Libro II, 41-51
Aquel año fue libre y exento de todos los otros males y enfermedades y, si algunos eran atacados de otra enfermedad, pronto se convertía en ésta. Los que estaban sanos veíanse súbitamente heridos sin causa alguna precedente que se pudiese conocer. Primero, sentían un fuerte y excesivo calor en la cabeza; los ojos se les ponían colorados é hinchados; la lengua y la garganta, sanguinolentas, y el aliento hediondo y difícil de salir, produciendo continuo estornudar; la voz se enronquecía, y, descendiendo el mal al pecho, producía gran tos, que causaba un dolor muy agudo; y, cuando la materia venía a las partes del corazón, provocaba un vómito de cólera que los médicos llamaban apocatarsis, por el cual con un dolor vehemente lanzaban por la boca humores hediondos y amargos; seguía en algunos un sollozo vano, produciéndoles un pasmo que se les pasaba pronto a unos, y a otros les duraba más. El cuerpo por fuera no estaba muy caliente ni amarillo, y la piel poníase como rubia y cárdena, llena de pústulas pequeñas: por dentro sentían tan gran calor que no podían sufrir un lienzo encima de la carne, estando desnudos y descubiertos. El mayor alivio era meterse en agua fría, de manera que muchos que no tenían guardas se lanzaban dentro de los pozos, forzados por el calor y la sed, aunque tanto les aprovechara beber mucho como poco. Sin reposo en sus miembros, no podían dormir y, aunque el mal se agravase, no enflaquecía mucho el cuerpo, antes resistían a la dolencia más que se puede pensar. Algunos morían de aquel gran calor, que les abrasaba las entrañas a los siete días, y otros dentro de los nueve conservaban alguna fuerza y vigor. Si pasaban de este término, descendía el mal al vientre, causándoles flujo con dolor continuo, muriendo muchos de extenuación. Esta infección se engendraba primeramente en la cabeza y después discurría por todo el cuerpo. La vehemencia de la enfermedad se mostraba, en los que curaban, en las partes extremas del cuerpo, porque descendía hasta las partes vergonzosas y a los pies y las manos. Algunos los perdían; otros perdían los ojos, y otros, cuando les dejaba el mal, habían perdido la memoria de todas las cosas y no conocían a sus deudos ni a sí mismos.
En conclusión, este mal afectaba a todas las partes del cuerpo; era más grande de lo que decirse puede y más doloroso de lo que las fuerzas humanas podían sufrir. Que esta epidemia fuese más extraña que todas las acostumbradas, lo acredita que las aves y las fieras que suelen comer carne humana no tocaban a los muertos, aunque quedaban infinidad sin sepultura: y, si algunas los tocaban, morían. Pero más se conocía lo grande de la infección en que no aparecían aves ni sobre los cuerpos muertos ni en otros lugares donde habían estado; ni aun los perros que acostumbran a andar entre los hombres más que otros animales, de lo cual se puede bien conjeturar la fuerza de este mal.
Dejando aparte otras muchas miserias de esta epidemia, que ocurrieron a particulares, a unos más ásperamente que a otros, este mal comprendía en sí todos los otros y no se sufría más que él, de suerte que cuanto se hacía para curar otras enfermedades aprovechaba para aumentarlo, y así unos morían por no ser bien curados, y otros por serlo demasiado, no hallándose medicina segura, porque lo que aprovechaba a uno hacía daño a otro. Quedaban los cuerpos muertos enteros, sin que apareciese en ellos diferencia de fuerza ni flaqueza; y no bastaba buena complexión ni buen régimen para eximirse del mal. Lo más grave era la desesperación y la desconfianza del hombre al sentirse atacado, pues muchos, teniéndose ya por muertos, no hacían resistencia ninguna al mal. Por otra parte, la dolencia era tan contagiosa que atacaba a los médicos. A causa de ello muchos morían por no ser socorridos, y muchas casas quedaron vacías. Los que visitaban a los enfermos morían también como ellos, mayormente los hombres de bien y de honra que tenían vergüenza de no ir a ver a sus parientes y amigos, y más querían ponerse a peligro manifiesto que faltarles en tal necesidad. A todos contristaba mal tan grande, viendo los muchos que morían, y los lloraban y compadecían. Mas, sobre todo, los que habían escapado del mal, sentían la miseria de los demás por haberla experimentado en sí mismos, aunque estaban fuera de peligro, porque no repetía la enfermedad al que la había padecido, a lo menos para matarle; por lo cual tenían por bienaventurados a los que sanaban, y ellos mismos por la alegría de haber curado presumían escapar después de todas las otras enfermedades que les viniesen.
Además de la epidemia, apremiaba a los ciudadanos la molestia y pesadumbre por la gran cantidad y diversidad de bienes muebles y efectos que habían metido en la ciudad los que se acogieron a ella, porque, habiendo falta de moradas y siendo las casas estrechas y ocupadas por aquellos bienes y alhajas, no tenían donde revolverse, mayormente en tiempo de calor como lo era. Por eso muchos morían en las cuevas echados y donde podían, sin respeto alguno, y algunas veces los unos sobre los otros yacían en calles y plazas, revolcados y medio muertos, y en torno de las fuentes por el deseo que tenían del agua. Los templos donde muchos habían puesto sus estancias y albergues estaban llenos de hombres muertos, porque la fuerza del mal era tanta que no sabían qué hacer. Nadie se cuidaba de religión ni de santidad, sino que eran violados y confusos los derechos de sepulturas de que antes usaban, pues cada cual sepultaba los suyos donde podía. Algunas familias, viendo los sepulcros llenos por la multitud de los que habían muerto de su linaje, tenían que echar los cuerpos de los que morían después en sepulcros sucios y llenos de inmundicias. Algunos, viendo preparada la hoguera para quemar el cuerpo de un muerto, lanzaban dentro el cadáver de su pariente ó deudo, y la ponían fuego por debajo; otros lo echaban encima del que ya ardía y se iban.
Además de todos estos males, fue también causa la epidemia de una mala costumbre, que después se extendió a otras muchas cosas y más grandes, porque no tenían vergüenza de hacer públicamente lo que antes hacían en secreto, por vicio y deleite.
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